La condición animal
NARRATIVA
Año de publicación: 2016
Editorial: Páginas de Espuma

ACERCA DEL LIBRO
Es imposible que alguien se interne en los doce cuentos que forman La condición animal y no salga de ellos, al menos, sacudido, turbado y, por qué no advertirlo, también conmocionado por la intensidad de estas historias. ¿Qué es lo que nos hace diferentes como especie, en qué consiste la condición humana? ¿Sabernos frágiles, expuestos, mortales? ¿Cómo seríamos si no temiésemos el mal ajeno? Eso parece preguntarse cada uno de los cuentos que Valeria Correa Fiz ha escrito con una prosa visceral, física y cargada de turbiedades, para conducirnos hasta nuestros propios miedos, nuestras inseguridades, nuestros temblores. El ángulo más oscuro del ser humano -la locura y la muerte, el amor y la enfermedad, la obsesión y la violencia y la ternura inevitables-. Un libro brutal. Un libro que duele, como duele siempre la buena literatura.
Pocas veces nos podemos encontrar con un debut tan deslumbrante como este primer libro de Valeria Correa Fiz, una apuesta rotunda, seria y apasionante, que rebosa calidad y, sobre todo, futuro.
Lee un extracto
CRIATURAS
Te encontraste con tu hijo entre las manos. Era un paquete liviano, unos novecientos gramos, quizá menos.
Sin saber qué hacer, como en esas transiciones inexplicables de los sueños, arrastraste los pies y tu desasosiego por el pasillo del hospital. El olor a desinfectante se te pegó a la lengua. Pensaste en la rutina que te esperaba antes de salir al parking: escafandra, traje, guantes, y después una tristeza como de oscuro fondo marino, de algas que se te enredaban en el cuello y apretaban la garganta.
Hacía meses que tu país se había poblado de ranas y otras criaturas con piel de anfibio.
El aire tenía gusto a lluvia, los alimentos sabían a moho y no había pan, ni pizza que crujieran. Las aerolíneas habían cancelado los vuelos. El cielo estaba quieto, como en una pintura. Había pasajeros que vivían en tránsito, en cuarentenas que se prorrogaban y se volvían a prorrogar indefinidamente. Tampoco funcionaban los trenes ni los autobuses de larga distancia.
Nada impidió la propagación de la plaga de los anfibios y, para empeorar las cosas, el musgo gelatinoso. Primero se asomaba entre los dedos; luego, bajo las axilas, en las ingles, en los pliegues de la carne cada noche. Nadie se asombró esta vez: el horror también puede ser una costumbre.